A inicios de septiembre, un tribunal brasileño anuló una medida cautelar que ordenaba suspender «el registro de todos los productos» con glifosato hasta que la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria (Anvisa) concluyera su reevaluación toxicológica.
Brasil es el segundo productor mundial de soja y tercero de maíz y está firmemente apegado al uso de herbicidas, en particular a base de glifosato, que le han permitido adoptar un sistema de siembra directa y volverse competitivo en los mercados agrícolas mundiales.
«En nuestra opinión, la suspensión carecía de fundamento. En nuestra agricultura comercial, de siembra directa, es imposible no usar herbicidas. Sin sustituto, tendríamos que volver a moléculas menos eficientes y más tóxicas», dijo a AFP Fernando Cadore, viepresidente de la Asociación de Productores de Soja y Maíz de Mato Grosso (Aprosoja/MT).
El glifosato, principio activo del herbicida, llegó a Brasil en la década de 1970. Los agricultores comenzaban entonces a adoptar un sistema de siembra directa y embarcaban al país en una revolución agrícola inédita. La siembra directa consiste en no arar la tierra entre las cosechas y utilizar el rastrojo como cobertura vegetal. La técnica permite limitar la erosión del suelo, regenerarlo en materia orgánica y retener la humedad y el carbono.
En la actualidad, según detalló Clarín, Brasil es uno de los líderes mundiales de este sistema, utilizado en más de la mitad de sus 61,7 millones de hectáreas de cereales y oleaginosas, que también se asocia con una utilización masiva de herbicidas para limpiar los campos con la siembra. Con 173.150 toneladas de productos comercializados en 2017, el glifosato es el campeón de las ventas.
«Antes sacábamos las malas hierbas con máquinas, pero el suelo estaba expuesto y tenía mucha erosión. El uso de herbicidas se hacía después de sembrar. La siembra directa conserva mejor el suelo y aplicamos una vez el glifosato antes de sembrar. Luego, dependiendo de la resistencia de hierbas dañinas, lo usamos de nuevo, en un plazo de 30 días», explica Cadore.
Su uso luego de la plantación se generalizó sobre todo a partir de los años 90, con la llegada de la soja, el maíz y el algodón genéticamente modificados, resistentes al Roundup producido por Monsanto. Según la consultora Céleres, los OGM ocupan actualmente 49 millones de hectáreas en Brasil y 93% de las tierras dedicadas a estos tres cultivos.
Considerado por una organización internacional como probablemente cancerígeno, el glifosato está autorizado en un centenar de países. La Unión Europea acaba de renovar su licencia por cinco años y Francia se comprometió a suprimirlo de aquí a tres años.
El volumen de producto utilizado por hectárea difiere de un lugar a otro. En un estudio titulado «Geografía del uso de pesticidas en Brasil y conexiones con la Unión Europea», la investigadora Larissa Mies Bombardi, de la Universidad de Sao Paulo, estima que la escala de los herbicidas usados en Europa varía de 0 a 2 kg por hectárea. En el caso de Brasil, el consumo promedio del glifosato puede variar de 5 a 19 kg por hectárea, según la región.
«Los estudios toxicológicos del glifosato son los mismos presentados a las autoridades sanitarias de Estados Unidos y Europa […]. En Brasil se realizan estudios específicos para formulaciones, toxicidad para el medio ambiente y residuos. Son estudios de excelente calidad y siguen las recomendaciones internacionales», argumenta Flavio Zambrone, toxicólogo referente del Grupo de Información e Investigaciones sobre el Glifosato.
Así y todo, Brasil es más permisivo en términos de límites máximos de residuos de glifosato. Según Larissa Mies Bombardi, en el agua potable el país autoriza una cantidad 5.000 veces más alta a la permitida por la UE. En cuanto a los residuos en la soja, el límite es 200 veces más elevado que el de la UE.
«El glifosato ni siquiera está incluido en los programas de control de residuos de agrotóxicos en los alimentos de la Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria», subraya Marina Lacôrte, ingeniera agrónoma y especialista en agricultura y alimentación de Greenpeace.
«Además, los cálculos de límites máximos se realizan en función de los riesgos de intoxicación aguda. Los riesgos de dolencias crónicas no se estudian», lamenta Lacôrte. «Estamos comiendo veneno y Brasil sigue yendo a contramano de los debates que tienen lugar en otros países, debido a intereses económicos», concluye.